viernes, 26 de febrero de 2016

El papel del toscano en el estereotipo del antiguo inmigrante italiano

Las migraciones masivas suelen ser procesos bastante traumáticos, tanto para las poblaciones emigrantes como para aquellas que habitan en los países receptores.  Si se prolongan en el tiempo (como ocurrió en la Argentina,  que fue receptora durante casi un siglo),  sus efectos más dolorosos van mitigándose conforme las nuevas colectividades se integran de manera progresiva a la vida social, cultural  y económica de su patria adoptiva.   En concordancia con dicha  evolución,  ciertos  rótulos  y    estereotipos inicialmente    prejuiciosos  o peyorativos se transforman en  motes  que denotan afecto y empatía.  Un típico caso es el apelativo tano aplicado a los italianos (1), que hasta 1900 tenía una clara intención de menosprecio  y discriminación,  pero  que luego se convirtió en un sinónimo cariñoso del verdadero gentilicio peninsular. Lo mismo podría decirse del gaita o gallego para los españoles, o del turco para los árabes de cualquier procedencia.


Así, los usos y costumbres de cada pueblo dan lugar a figuras arquetípicas que permanecen largo  tiempo  en  el   ideario popular. Por ejemplo, el español de cejas gruesas que trabaja en la gastronomía o posee un almacén  constituye una figura reconocible para cualquier argentino, sin importar que los mozos de hoy ya no sean españoles ni que los almacenes hayan desaparecido de los grandes centros urbanos.  Algo similar ocurre con el italiano que come pasta y pizza, bebe vino Chianti y usa un tupido bigote tipo mostacho, a pesar de que todo eso dejó de ser así hace mucho tiempo.  Digamos que tales estampas continúan vigentes sólo en el caso de los personajes  teatrales,  las caricaturas  y  otros  tipos  de representaciones de ficción, aunque siguen siendo muy fáciles de reconocer. ¿Por qué? Muy simple: porque lograron perpetuarse en el subconsciente colectivo más allá de su propia validez temporal.


Pero semejantes perfiles eran reales y palpables hace ochenta o cien años, cuando miles de europeos vivían e  interactuaban de manera cotidiana en nuestra sociedad.  En  los decenios anteriores y posteriores al novecientos, las figuras recién delineadas podían observarse diariamente transitando por las calles de pueblos  y  ciudades argentinas. Siguiendo la línea,   hoy queremos traer a colación  el papel del cigarro toscano dentro del paradigma del inmigrante italiano de los viejos tiempos. Y para hacerlo nos vamos a sustentar en algunos testimonios artísticos atesorados según el medio más eficaz de preservación visual: el celuloide. En efecto, dos viejas películas nacionales demuestran  que el cigarro de nuestro interés estaba estrechamente ligado a la personalidad  itálica de la época. Las dos obras se remontan a la década de 1930, que es el período más lejano en que se pueden ubicar filmaciones sonoras con calidad razonable.


La primera cinta es Riachuelo (1934), protagonizada por el entonces bisoño actor cómico Luis Sandrini.     Como   su nombre sugiere, el argumento transcurre en La Boca, barrio bien versado en cuestiones migratorias originarias de Italia. Prácticamente  la primera escena nos muestra al intérprete de marras saliendo de su reducto clandestino (un pequeño remolcador amarrado en la Vuelta de Rocha) y dispuesto a ganarse  la  vida  haciendo la calle,   tal  cual  lo  dicta  su profesión de “descuidista”. A los pocos metros se encuentra con un italiano que calza perfectamente en el estereotipo del que hablábamos: rechoncho, de gruesos bigotes con puntas alzadas,  vestido de modo llamativo para la época  y,   por supuesto,  con su humeante toscano en la boca.  Gracias a un rápido  y  casi artesanal movimiento,   el protagonista le sustrae un vistoso reloj de cadena  que  cruza  por  su abdomen. El último cuadro de la escena expone el rostro sorprendido del inmigrante al notar la falta de la joya, todavía con el toscano entre sus labios.


La otra película es la versión original de Así es la vida (1939), donde podemos apreciar a las legendarias figuras del séptimo arte vernáculo Enrique Muiño, Elías Alippi y Enrique Serrano. Este  último  encarna  a  un  peninsular  de  buena  posición económica que invierte en la próspera actividad de los terrenos vendidos  de acuerdo al sistema de loteo.   Al final de una de esas operaciones se lo ve entrando exultante a  la  oficina  de sus amigos,  y desde luego que en su porte no está ausente el eterno  sigaro  toscano,   tal cual era costumbre  entre  sus connacionales.   La  secuencia específica  es   corta  pero suficientemente elocuente respecto a la presencia e  identidad del cigarro en cuestión, ni más ni menos que el más importado, fabricado, vendido y consumido en estas tierras desde 1890 hasta 1970.


Hace tiempo habíamos visto algo sobre los toscanos en el cine patrio, pero esta vez hicimos hincapié en la profunda raigambre de su consumo y el papel destacado que tenía entre la colectividad que nos ocupa. Porque en la Argentina del ayer, los italianos no sólo eran reconocidos por su manera de hablar o de vestir, sino también de comer, beber… y fumar.

Notas: 

(1) Originalmente se aplicaba sólo a los provenientes del sur y en especial de Nápoles (por napolitano), pero luego fue extendiéndose a toda la nacionalidad.  En la segunda mitad del siglo XIX, a los italianos del norte (sobre todo genoveses)  se  los  llamaba bachicha por la fonética cerrada que empleaban al declarar el nombre Battista (Bautista). Dicha gracia era extremadamente común en la Liguria y el Piamonte, tanto sola como en sus formas compuestas Giovanni Battista, Giovan Battista Giambattista (Juan Bautista). 

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