Dice la leyenda que el método denominado fire cured (curado a fuego) se utilizó
por primera vez en 1839, cuando un esclavo de color del condado de Slade Caswell, en Carolina del Norte, echó
repentinamente mucha leña (quizás verde o húmeda) sobre un fuego destinado a
secar cierta partida de tabaco fresco. El ahumado resultante modificó positivamente
no sólo el aroma y el sabor, sino también la textura, el color y el brillo,
creando así un nuevo sistema para tratar la materia prima. No obstante, cuando
se investiga dicho tópico a fondo, el mismo mérito es reivindicado por otras
dos naciones: Italia y Cuba. La primera sostiene que el proceso fue iniciado en
Florencia hacia 1818 ( bajo la famosa versión del pilón mojado durante un
aguacero), mientras que el país antillano afirma lo propio como parte de una
técnica habitual en la legendaria
fábrica de habanos Partagás. Desde luego, tal como suele ocurrir en estos
casos, ninguna de las tres aseveraciones cuenta con registro probatorio alguno
más allá de la tradición transmitida por vía oral.
De un modo u otro, el ahumado con fuego de leña perduró a
través del tiempo como una característica fundamental en la elaboración que
aquí nos interesa. Aún hoy, el tabaco kentucky
de los toscanos italianos genuinos pasa
invariablemente por la etapa del curato a
fuoco con las maderas nobles del roble y la haya. Este tratamiento genera una especie de “aceramiento” exterior
(las capas de los toscanos suelen ser más brillosas que las de cualquier otro
puro), brindando además cierto tacto vidrioso y una capilaridad especial,
levemente rugosa, sin olvidar la obvia modificación del espectro aromático y
gustativo en términos sensoriales que recuerdan a los leños, el humo y otros
rasgos invernales. Todo ello produce, en definitiva, el carácter potente y
fragante que ha caracterizado al cigarro peninsular por excelencia durante casi doscientos años.
Lo visto tuvo su
correlato histórico local desde que comenzó la fabricación de
imitaciones toscaneras en Argentina, allá por 1881. Hemos señalado muchos
testimonios documentales relativos a fábricas pioneras del siglo XIX que nos
hablan, por ejemplo, de “estufas especiales” para secar los cigarros italianos (1)
en establecimientos legendarios como La
Virginia, La Buenos Aires o La Suiza.
Esos casos paradigmáticos, obtenidos en las firmas más importantes y
prestigiosas de la época, permiten presumir una práctica generaliza en todo el
resto de la industria, al menos en aquellos tiempos fundacionales de la
actividad tabacalera con impronta peninsular. Todo indica que la etapa del
ahumado perduró hasta mediados de la década de 1940 para ser paulatinamente
abandonada en los años siguientes (2), conforme el producto perdía vigencia y
los viejos fumadores iban despareciendo a la par de su gusto por el tabaco
fuerte, de paladar intenso y envolvente.
Pero el proceso de curtido en ahumadero no es, como se puede
llegar a pensar, responsable de que los toscanos sean cigarros secos y duros,
bien diferentes a los habanos y todas sus imitaciones esponjosas y húmedas. En
realidad, el secreto de la característica deshidratada es obra de un estacionamiento
posterior en ambientes secos que puede llevar varios meses. Y al respecto
existen numerosos vestigios sobre la influencia de dicha práctica en el mercado
local, tanto en lo que hace a la importación como a la manufactura vernácula.
Para graficar el primer caso, una edición del Boletín Oficial de la República
Argentina de octubre de 1906 da cuenta de la solicitud elevada por la empresa Bunge y Born (en ese entonces, flamante
importadora de los toscanos legítimos) para obtener un plazo más amplio en
cierto requerimiento legal relativo al envío de las estampillas fiscales a Italia,
donde eran colocadas en los ejemplares terminados. La frase capturada a
continuación es elocuente en cuanto a lo recién señalado: el tiempo de
estacionamiento imprescindible para el secado final.
Más curiosa todavía resulta una propaganda de la celebérrima
casa Avanti publicada en la igualmente famosa revista Caras y Caretas durante el año 1928. En ella (que ya ha sido
posteada aquí hace mucho tiempo) apreciamos el consejo del fabricante respecto
a la guarda de los paquetes en un sitio “bien seco” con el fin de disponer, en
cualquier momento, de un cigarro capaz de
dar satisfacción absoluta en materia de fumar.
El toscano italiano actual es tan seco como en sus viejas
épocas (3), aunque existe una corriente de opinión que sostiene la teoría del
“perfeccionamiento” del sabor cuando se
lo guarda en humidores y se lo consume con cierto grado de esponjosidad. No adhiero
a ese criterio de clara influencia habanófila y modernista, más preocupada por
las modas que por el verdadero espíritu del producto. En lo que a este blog
concierne, el toscano debe nacer seco y morir seco, tal cual ha sido siempre
por obra y gracia de las generaciones que lo fabricaron y fumaron durante los
últimos dos siglos.
Notas:
(1) Nunca dejamos de aclararlo, no obstante haberlo hecho en
más de una oportunidad: en Italia se ahúman las hojas de tabaco mucho antes del
armado de los cigarros. En la Argentina, lo que se curaba con humo eran los
toscanos terminados.
(2) En la fábrica Luchador
aún se conserva la habitación de ladrillo interior a la vista que hacía las
veces de estufa, en la cual se puede observar claramente la marca oscura dejada
por el humo y el calor las brasas a través de los años. Según nos comentaba
Heraldo Zenobi, la práctica en cuestión era sumamente engorrosa y fue
abandonada definitivamente a comienzos de los años sesenta.
(3) En el ámbito local de nuestros días, las dos únicas
fábricas existentes los presentan en versiones diametralmente opuestas: bien secos
(Luchador) y húmedos (Avanti, Caburitos, Puntanitos). No obstante, estos
últimos tienden a secarse con el paso de las semanas.
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