Las migraciones masivas suelen ser procesos bastante
traumáticos, tanto para las poblaciones emigrantes como para aquellas que habitan
en los países receptores. Si se prolongan en el tiempo (como ocurrió en la
Argentina, que fue receptora durante casi un siglo), sus efectos más dolorosos
van mitigándose conforme las nuevas colectividades se integran de manera
progresiva a la vida social, cultural y económica de su patria adoptiva. En
concordancia con dicha evolución, ciertos rótulos y estereotipos inicialmente prejuiciosos o peyorativos se transforman en motes que denotan afecto y
empatía. Un típico caso es el apelativo tano
aplicado a los italianos (1), que hasta 1900 tenía una clara intención de
menosprecio y discriminación, pero que luego se convirtió en un sinónimo
cariñoso del verdadero gentilicio peninsular. Lo mismo podría decirse del gaita o gallego para los españoles, o del turco para los árabes de cualquier procedencia.
Así, los usos y costumbres de cada pueblo dan lugar a
figuras arquetípicas que permanecen largo tiempo en el ideario popular. Por
ejemplo, el español de cejas gruesas que trabaja en la gastronomía o posee un
almacén constituye una figura
reconocible para cualquier argentino, sin importar que los mozos de hoy ya no
sean españoles ni que los almacenes hayan desaparecido de los grandes centros
urbanos. Algo similar ocurre con el italiano que come pasta y pizza, bebe vino Chianti
y usa un tupido bigote tipo mostacho,
a pesar de que todo eso dejó de ser así hace mucho tiempo. Digamos que tales estampas
continúan vigentes sólo en el caso de los personajes teatrales, las caricaturas y otros tipos de representaciones de ficción, aunque siguen siendo muy fáciles
de reconocer. ¿Por qué? Muy simple: porque lograron perpetuarse en el
subconsciente colectivo más allá de su propia validez temporal.
Pero semejantes perfiles eran reales y palpables hace
ochenta o cien años, cuando miles de europeos vivían e interactuaban de manera cotidiana en nuestra
sociedad. En los decenios anteriores y posteriores al novecientos, las figuras
recién delineadas podían observarse diariamente transitando por las calles de
pueblos y ciudades argentinas. Siguiendo la línea, hoy queremos traer a
colación el papel del cigarro toscano
dentro del paradigma del inmigrante italiano de los viejos tiempos. Y para
hacerlo nos vamos a sustentar en algunos testimonios artísticos atesorados
según el medio más eficaz de preservación visual: el celuloide. En efecto, dos
viejas películas nacionales demuestran
que el cigarro de nuestro interés estaba estrechamente ligado a la
personalidad itálica de la época. Las
dos obras se remontan a la década de 1930, que es el período más lejano en que
se pueden ubicar filmaciones sonoras con calidad razonable.
La primera cinta es Riachuelo
(1934), protagonizada por el entonces bisoño actor cómico Luis Sandrini. Como su nombre sugiere, el argumento transcurre en La Boca, barrio bien versado en
cuestiones migratorias originarias de Italia. Prácticamente la primera escena nos muestra al intérprete
de marras saliendo de su reducto clandestino (un pequeño remolcador amarrado en
la Vuelta de Rocha) y dispuesto a
ganarse la vida haciendo la calle, tal cual lo dicta su profesión de “descuidista”. A los pocos metros se encuentra
con un italiano que calza perfectamente en el estereotipo del que hablábamos:
rechoncho, de gruesos bigotes con puntas alzadas, vestido de modo llamativo
para la época y, por supuesto, con su humeante toscano en la boca. Gracias a un
rápido y casi artesanal movimiento, el protagonista le sustrae un vistoso reloj de cadena que cruza por su abdomen.
El último cuadro de la escena expone el rostro sorprendido del inmigrante al
notar la falta de la joya, todavía con el toscano entre sus labios.
La otra película es la versión original de Así es la vida (1939), donde podemos
apreciar a las legendarias figuras del séptimo arte vernáculo Enrique Muiño,
Elías Alippi y Enrique Serrano. Este último encarna a un peninsular de buena posición económica que invierte en la próspera actividad de los terrenos
vendidos de acuerdo al sistema de loteo. Al final de una de esas operaciones se lo ve entrando exultante a la oficina de sus amigos, y desde luego que en su porte no está ausente el eterno sigaro toscano, tal cual era costumbre entre sus connacionales. La secuencia específica es corta pero suficientemente elocuente respecto
a la presencia e identidad del cigarro
en cuestión, ni más ni menos que el más importado, fabricado, vendido y
consumido en estas tierras desde 1890 hasta 1970.
Hace tiempo habíamos visto algo sobre los toscanos en el
cine patrio, pero esta vez hicimos hincapié en la profunda raigambre de su
consumo y el papel destacado que tenía entre la colectividad que nos ocupa.
Porque en la Argentina del ayer, los italianos no sólo eran reconocidos por su
manera de hablar o de vestir, sino también de comer, beber… y fumar.
Notas:
(1) Originalmente se aplicaba sólo a los provenientes del
sur y en especial de Nápoles (por napolitano), pero luego fue extendiéndose a
toda la nacionalidad. En la segunda mitad del siglo XIX, a los italianos del
norte (sobre todo genoveses) se los llamaba bachicha por la fonética cerrada
que empleaban al declarar el nombre Battista
(Bautista). Dicha gracia era extremadamente común en la Liguria y el Piamonte,
tanto sola como en sus formas compuestas Giovanni Battista, Giovan Battista o Giambattista
(Juan Bautista).
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