Una acertada premisa asegura que la mejor interpretación de los hechos pretéritos sólo
se logra pensando del mismo modo en que lo hacía la gente del pasado. Atila fue un hombre cruel en una época de
crueldad, escribió alguien una vez, y esa frase sintetiza perfectamente el
sentido de lo que estamos explicando. Dicho en otras palabras, nunca podremos
entender una época si no nos ponemos en el lugar de la gente que vivía en esa
época. Parece sencillo, pero aun así se suele caer fácilmente en el error de
emitir juicios desde nuestro punto de vista actual sobre sucesos ocurridos hace
cincuenta, cien o mil años, lo que siempre desemboca en visiones equivocadas.
Por esa razón, tanto aquí como en Consumos
del Ayer evitamos sentenciar si lo que comían, bebían y fumaban nuestros
antepasados era mucho, poco, bueno o malo. Preferimos, en cambio, descifrar y
transmitir el espíritu de la época con la mayor objetividad histórica posible.
Siguiendo ese razonamiento, no resulta extraño que el
cigarro toscano fuera considerado un producto imprescindible en la canasta
básica del habitante típico por los años del centenario. En efecto, dentro de
los grupos sociales adecuados, el puro que nos ocupa tenía la misma importancia
cotidiana que un alimento o una bebida, y el importe de su compra formaba parte
de los gastos proyectados para el “día a día”. No es la primera vez que
mostramos indicios probatorios en diferentes testimonios y documentos (escenas
del cine, menciones de la literatura, viejas propagandas, etcétera), aunque nunca
falta la oportunidad de encontrar otros nuevos. Así sucede en este caso gracias
al libro Rosario, del 900 a la década
infame (1), donde su autor Rafael
Celpi reproduce cierto fragmento de una vieja nota aparecida en la revista
porteña La Semana Universal durante
el año 1912, coincidiendo plenamente con los años de oro del consumo toscanero
patrio (2).
Si bien el artículo no habla de Rosario sino de Buenos
Aires, la realidad que describe es
igualmente aplicable a cualquier urbe, pueblo o localidad argentina de
aquellos tiempos. En concreto, el texto presenta de modo crudo y visiblemente
crítico la difícil realidad de los “jornaleros” que abundaban en todo el
territorio nacional, y para ello efectúa un breve análisis comparativo entre el
dinero que obtenían por su trabajo y los gastos necesarios para
sobrellevar las horas laborales de cada
jornada. Recurriendo al lenguaje propio de la gente que retrata, la lista de
gastos de un obrero durante sus horas de faena se presenta así, textualmente:
- Tranvía ida y vuelta 0,10 - Cañonazo matutino
(vino, licor, grapa o ginebra) 0,10
- Toscanos 0,10
(Almuerzo al aire
libre)
- Medio kilo de uva 0,20
- Queso
0,20
- Nueces 0,15
- Pan 0,15
- Cañonazo vespertino
0,10
Total:
1,10
Considerando que un jornal promedio rondaba los dos pesos,
el trabajador de entonces volvía diariamente a su casa con menos de la mitad de
lo que había ganado. Y es precisamente aquí donde tenemos que dejar de lado los
inevitables apriorismos que surgen al juzgar lo visto con ojos del siglo
veintiuno. Si queremos entender por qué las personas humildes gastaban su
escaso dinero en consumos que nos resultan tan peculiares, debemos
considerar la realidad de esa época.
Para empezar, la comida es llamativamente “sana”: con excepción del pan, la
ausencia de grasas se ve amplificada por la ingesta abundante de fruta fresca y
frutos secos, pero obviamente no todos los obreros se alimentaban así. Es
probable que semejante cuadro fuera común en época estival (lo de almuerzo al aire libre parece
confirmarlo) y muy específicamente entre obreros italianos, ya que los
ingredientes del menú son típicamente mediterráneos hasta el punto de
asemejarse bastante a la última cena
de Jesucristo. ¿Y el alcohol? ¿Eran necesarios dos cañonazos por día? Por supuesto que lo eran. Quien no entiende eso
no entiende nada acerca de las condiciones de vida reinantes hace un siglo. No
sólo se trataba de matar el frío del invierno o la sed del verano: en tiempos
donde los remedios farmacéuticos eran caros y poco efectivos, el alcohol, bien o
mal, también hacía las veces de
digestivo, analgésico, estimulante, antidepresivo y un montón de cosas más.
Todo ello volvía tolerable la vida en general y el duro trabajo físico en
particular.
Finalmente nos quedan los toscanos, que acompañaban con su
aroma inconfundible a millones de personas. ¿Cómo no gastar diez centavos
diarios para ese pequeño vicio capaz de llenar las horas vacías con su humo
fragante? Como bien dijo el político
italiano Enrico Arlotta en los años que nos ocupan, refiriéndose al papel de
los cigarros italianos en la vida de sus compatriotas emigrados al Río de la
Plata: “dopo il faticoso lavoro (…) egli
trova nelle nuvolette di fumo dell’ amato toscano come un efluvio, un aroma
della patria lontana e pure cosi cara, che lo consola dal duro lavoro e dal non meno duro esilio”. ¿Acaso
hace falta traducirlo?
Notas:
(1) Se conoce como década
infame a la de 1930 por los acontecimientos políticos ocurridos en el país,
especialmente aquellos relacionados con el fraude electoral y las persecuciones
políticas.
(2) Muy pronto vamos a presentar una serie de entradas
enfocadas en el hallazgo de nuevos datos estadísticos sobre importación y
producción de cigarros italianos durante el siglo XX. En alguna de ellas
probaremos nuestra hipótesis que considera al decenio de 1910 como edad dorada del toscano en Argentina, a
pesar de que el mayor volumen de manufactura y ventas se dio treinta años
después.
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